lunes, 13 de junio de 2022

#PIEDRALAVES #LIBROS - LA NOCHE QUE LUIS NOS HIZO HOMBRES ES UNA NOVELA QUE RECUPERA LA CULTURA DEL ESFUERZO Y LA SUPERACIÓN COMO LA MEJOR FÓRMULA DE CONSEGUIR NUESTRAS





Ángel Silvelo Gabriel



METAS Sinopsis de la obra:

De repente, el protagonista sin nombre de esta novela se ve arrebatado por un recuerdo de su infancia. Un recuerdo que él fija sin aparente dificultad cuando regresa a la noche del 15 de mayo de 1974, La noche que Luis nos hizo hombres. Esa vuelta al pasado que supone rememorar el partido de la final de la Copa de Europa de la temporada 1973-74, en la que el Atlético de Madrid empató a uno contra el Bayern de Múnich en el estadio de Heysel en Bruselas, solo es el punto de partida de una aventura que se agarrará a tres referencias: las experiencias de unos adolescentes en un barrio del extrarradio de Madrid, el club Atlético de Madrid, y la figura de Luis Aragonés como catalizador y posibilitador de los sueños de unos críos que enseguida supieron qué se esconde tras una derrota: el silencio.


A partir de ese intenso recuerdo, y junto a sus amigos, el protagonista de La utopía del portero, novela con la que su autor, Ángel Silvelo, ganó el I Premio de Novela Breve Carlos Matallanas convocado por la Asociación de Futbolistas Españoles (AFE), transitará de nuevo por aquella vida que él creía perdida en el olvido y que, sin embargo, se le presenta como un boomerang cargado de buenos y malos momentos, en los que el fútbol es una especie de isla en la que sus amigos y él buscarán una salida a sus vidas bajo el espectro de la inocencia infantil y la osadía de quien no conoce el fracaso. En esa felicidad de niños, el protagonista de esta historia nos narrará las pruebas que, durante dieciocho meses realizó para los juveniles del Atlético de Madrid en un campo rodeado de viviendas sociales del barrio madrileño de San Cristóbal de los Ángeles. En aquellos viajes de ida y vuelta a su casa, él aprovechará el tiempo para leer, pero también para soñar con ser un jugador de fútbol profesional. Sin embargo, la vida le tendrá preparadas otro tipo de sorpresas. Aquí es donde el deporte rey se nos presenta como un símil de la vida, tal y como nos recuerdan los periodistas deportivos cuando hacen hincapié en que: «en un partido de fútbol cabe toda un vida». Una vida cargada de sorpresas, éxitos, fracasos, y momentos de incertidumbre que siempre nos conducirán a un final.


En esta novela, la figura de Luis Aragonés surge como el leitmotiv de toda una cultura basada en el universo que acoge al fútbol y a sus múltiples facetas. Una figura que, a lo largo de la narración, nos demuestra que solo triunfan aquellos que no se rinden ante las adversidades. En este sentido, el jugador, entrenador y seleccionador es recordado como un héroe de carne y hueso; un héroe poseedor de una gloria que perdurará a lo largo del tiempo.


Breve extracto de la novela:

Estadio Heysel en Bruselas. Minuto 112 de partido. Final de la Copa de Europa de la temporada 1973-1974. El Atlético de Madrid se enfrenta al Bayern de Múnich. Falta de Hansen fuera del área sobre Becerra. Luis se dispone a disparar el golpe franco directo sobre la portería del mítico Sepp Maier. «Luis, Maier, gol. Gol de Luis Aragonés», se entiende que dice el narrador alemán del partido. El gol de Luis esta vez es en color. Y es narrado en alemán cuarenta años después de aquella fatídica noche para la afición rojiblanca. Hoy es de noche. Como aquel 15 de mayo de 1974. Mis recuerdos de aquel partido son difusos. En blanco y negro. Como los sueños de un niño que todavía no ha tenido unas botas de fútbol. Ni ha viajado al extranjero. Ni tampoco ha visto un partido de fútbol en color por televisión. Aquella noche descubrí qué se esconde detrás de una derrota: el silencio. Aquella noche, mis amigos y yo, comprendimos en unos pocos minutos qué es ganar y perder al mismo tiempo. Soñar ilusionados y despertarnos hundidos. Ficción y realidad frente a frente. Igual que si fuéramos los protagonistas de un relato literario salpicado por los sinsabores de la vida. Aquella noche Luis nos hizo hombres. Y aquella noche, además, supimos que las mieles del triunfo necesitan también de la ayuda de la diosa fortuna. Y de la lejanía de unos dioses perdidos en el limbo de la injusticia. Un espacio donde solo se rinden los cobardes. Perder no es de cobardes. Ni ganar significa ser un héroe. El primer síntoma del fracaso es no volver a soñar con lo imposible tras una derrota. La primera enseñanza que me dejó aquel partido es la de que la única esperanza que nos queda es la de soñar cada día, aunque se fracase. Igual que si fuéramos un portero de fútbol que, cada vez que saca la pelota de su portería, en lo único que debe pensar es en ganar, ganar y ganar. «Eso es el fútbol, señores», como dijo Luis Aragonés.


Aquella noche todos fuimos Luis Aragonés, «El Sabio de Hortaleza», aunque a él le gustaba más el mote de «Zapatones», porque como él mismo apostilló al periodista que se lo preguntó: «...solo sé que no sé nada». Aquella noche, todos queríamos pasar del blanco y negro al color. Del ¡uy!, al ¡goool! Del anonimato a la fama. De la derrota a la victoria. Aquella noche esa falta directa representaba la posibilidad de ser aquello que habíamos soñado. Aquella falta que magistralmente ejecutó El Zapatones, y que se elevó por encima de la barrera alemana colándose pegada al poste derecho de la portería defendida por Maier. El mejor portero del mundo de aquella época. Y después… Después el corazón y los sueños se nos quedaron paralizados por un disparo desde fuera del área a treinta segundos del final. El corazón y los sueños no se paran ante nada ni ante nadie, salvo ante la adversidad de la terca realidad. Los triunfos oficiales son aquellos que solo necesitan del boato de las autoridades. Mientras los sueños requieren aliarse con la gloria. Aquel libre directo hizo que Luis escribiera uno de los capítulos más memorables de una vida deportiva cargada de momentos inolvidables. Momentos que no siempre acabaron bien. Momentos que, sin embargo, poseen la magia de lo que no se olvida. De la permanencia en el tiempo. De la firmeza de la verdad.   


Con el paso del tiempo no me resulta difícil creer que recordar también es pensar. Aquello que fuimos. Y aquello en lo que nos hemos convertido. Y que recordar es imaginar antes de llegar a visualizar la cruda realidad. Recordar también es huir de uno mismo. Igual que no amar es rendirse y morir. Ahora corro lejos de la huida. Y del óbito del amor. Y me refugio en un lugar en el que creo que recordar es encontrar el sentido a las palabras. Y, también, el espacio donde el que recuerda se muere poco a poco. Tras cada idea concebida. Cada palabra escrita. Y cada imagen soñada. Recordar es un lugar donde todo se concibe como si fuera una mera sensación. O un sueño. Un lugar dentro de nuestra cabeza. Un lugar en el que habita un gran teatro de voces. 


Hoy sin embargo, y al contrario que otras veces, no he sido capaz de tener algo preparado. Ni previsto. Como si todo se redujera a la búsqueda de lo imposible. Igual que nos ocurrió aquella noche oscura de primavera del 15 de mayo de 1974. La noche que Luis nos hizo hombres. Tras marcar aquella falta en el minuto 112 de la final de la Copa de Europa de la temporada 1973-1974. En el estadio Heysel de Bruselas. Donde años más tarde fallecieron 39 aficionados un 29 de mayo de 1985. En la final entre el Liverpool y la Juventus de Turín. En 1974, antes del gol del empate del Bayer de Múnich, creíamos que soñar era posible. Y que recordaríamos aquella noche como una de las mayores gestas del fútbol español. Sin embargo…


...Los recuerdos y sus emociones. Los recuerdos y la luz que proyectan sobre nuestras vidas. Recuerdos como la raíz desde la que parte todo: el hombre, sus sentimientos, sus luchas y obsesiones. Y, también, el suspiro lastimero del no me acuerdo de lo quisiera acordarme. No siempre recordamos con certeza aquello que sucedió, sino lo que nuestra antojadiza memoria ha seleccionado por nosotros. Y con esos falsos recuerdos fabricamos la esencia de la vida. Falsos impulsos vitales que, a pesar de estar fragmentados, nos llevan directamente a las entrañas del corazón y a ese lugar donde uno se detiene cuando se encuentra a sí mismo. Los recuerdos nos invitan a transitar a través del tiempo. Y lo hacen desde ese lirismo que observa la vida. Despojando de ella lo superfluo para quedarse con lo esencial. Las pequeñas cosas se hacen grandes al recordarlas. Como la literatura, el fútbol, la televisión, las películas, el cine, el colegio o los tebeos. Las alineaciones, los balones de reglamento que tuvimos, las botas a las que se le rompieron los cordones y nos dejaron tirados en mitad de un partido de fútbol. O esos pantalones llenos de tierra mojada después de jugar bajo la lluvia en un terreno de juego embarrado. Fuera del fútbol todavía me acuerdo de los libros, el recreo, los relojes, las anécdotas de mi niñez, los veraneos en el pueblo, el campo, el mar, las frases hechas, y aquello que permanece oculto en un rincón del desván de nuestra memoria y que de repente se convierte en fragmentos y frases plenas de sentido. Recordar es rastrear las huellas de la memoria que se entrelazan con el caprichoso destino de los recuerdos. Recuerdos que unas veces nos vienen a la cabeza y otras huyen de ella. Inmutables a su poder y su significado. Recuerdos que son cautelosos con el menesteroso que todo lo recuerda y prepotentes con el olvidadizo. Quizá, porque jugar a recordar sea hacerlo junto a la inmediatez del asombro. A la majestuosidad del paso del tiempo. O a la senectud de los granos de arena con los que contamos el tiempo. Resbaladizos. Innumerables. Infinitos. Como aquellas estrellas sin luz de un 15 de mayo de 1974 en el cielo de Bruselas. O los once héroes sin recompensa de Heysel: Miguel Reina, Francisco Melo, José Luis Capón, Adelardo Rodríguez, Ramón Heredia, Eusebio Bejarano, José Ufarte, Luis Aragonés, José Eulogio Gárate, Javier Irureta e Ignacio Salcedo.


Menos mal que Luis, años más tarde, nos recordó aquello de que: «Las finales no se juegan, se ganan». Y cuando su sabiduría alcanzó su zenit arengó a sus jugadores en los momentos previos a la final de la Eurocopa de Naciones de 2008 con esta otra frase para el recuerdo: «Del subcampeón no se acuerda nadie. Hemos venido aquí a ganar la Copa de Europa». Y la ganaron. Al contrario que aquella noche del 15 de mayo de 1974. Cuando todavía nadie nos había dicho eso de que el futbol era: «...y ganar, y ganar y ganar, y eso es el fútbol, señores».


El autor

Ángel Silvelo Gabriel (Piedralaves, Ávila, 5 de septiembre de 1964) es un escritor español con siete novelas y una obra de teatro publicadas que, además, escribe relatos cortos y microrrelatos con los que ha conseguido numerosas distinciones en forma de premios literarios a lo largo de toda la geografía española. Es funcionario de carrera del Cuerpo de Gestión de la Administración Civil del Estado y autor de las novelas: Fragmentos (Primer Premio Certamen Cultural URJC 2001), Dejando pasar el tiempo (Vision Net Editores 2012), Los últimos pasos de John Keats (Editorial Playa de Ákaba 2014), El juego de los deseos (Premium Editorial 2017), Los dioses perdidos (Finalista del 23 Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2019), La noche que Luis nos hizo hombres (Ediciones Seshat 2022), de la obra de teatro Fanny Brawne, la Belle Dame de Hampstead (Editorial Playa de Ákaba 2016) y de las novelas cortas El arte de amar (Primer Premio XXVIII Premios Otoño Villa de Chiva 2018), La utopía del portero (Primer Premio Carlos Matallanas de Novela Breve 2019), y El mapa de las emociones (Finalista XL Premio Felipe Trigo de Narración Corta 2020; Finalista del III Certamen de novela Martín Fierro de Denuncia Social 2021).

Detalles del libro

Editorial: Ediciones Seshat grupo literario S.Coop.And

Edición: (05/05/2022)

Páginas: 158

Dimensiones: 21,0 x 14,8 cm

Idioma: Español

ISBN: 9788412527285

ISBN-10: 8412527283

Encuadernación: Tapa blanda. Con solapas


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