Cuando el corazón de nuestro pueblo latía al ritmo constante de la gente entrando y saliendo de las tiendas, había un lugar que superaba a todos en bullicio: Casa Cesárea. Este establecimiento emblemático se alzaba justo enfrente del Cine Blasco, a un paso de la popular Plaza de Abajo.
Mi madre era una clienta asidua, siempre en busca de telas, y yo era su sombra, una acompañante inseparable. Gracias a esos paseos, cultivó una amistad entrañable con la dueña, Tía Cesárea. Más allá de las compras, sus encuentros se convertían en charlas amenas y, sobre todo, valiosos consejos prácticos que esta buena mujer compartía generosamente.
Aún la visualizo con claridad: de buen aspecto y siempre vestida de luto, con su cabello blanco recogido en un moño impecable. Pero lo que realmente capturaba mi atención eran sus tijeras. Siempre las llevaba en el bolsillo, atadas a su cintura con una cinta negra como para no perderlas. Cada vez que me veía, me dedicaba unas palabras cariñosas que se quedaron grabadas en mi memoria. Y si no me falla el recuerdo, también la ayudaba un empleado llamado Esteban.
Con la llegada de las Navidades, Casa Cesárea se transformaba en el reino de la ilusión para nosotros. Era allí donde mi padre encargaba nuestros juguetes de Reyes. Y es que, sorprendentemente, este comercio multifacético también vendía juguetes y bicicletas en una ampliación de la tienda años después.
Pero lo más alucinante de Casa Cesárea era su increíble diversidad. No solo era un emporio de telas y juguetes, sino que también ofrecía electrodomésticos de primera categoría. Recuerdo con cariño mi televisor Telefunken, un símbolo de la ingeniería alemana y su calidad inigualable, y nuestra robusta nevera Westinghouse, cien por cien americana. ¡Era lo más de lo más!, eso si, comprados a plazos porque aunque no era un banco, ella también vendía a cómodos plazos sin intereses (y no como ahora).
Entrar en Casa Cesárea era como adentrarse en otro universo. Tenía de todo, una especie de bazar que, aunque sin clavos ni tornillos, recordaba a la ferretería del Tío Filo. Y el olor... ese aroma particular y agradable se me ha quedado impregnado en la memoria olfativa. Creo recordar que también vendían sustancias químicas en polvo, lo que añadía una capa más a este tesoro.
Como pueden ver, Casa Cesárea no era solo una tienda; era el gran bazar de Sotillo, quizás no como el opulento de Estambul, pero a nuestra manera, un lugar mágico y esencial en la vida del pueblo, por lo menos para mí.
Trespassos

Antes de esa tienda tuvo una droguería en la plaza del antiguo ayuntamiento, la recuerdo perfectamente, yo era muy pequeña 🙂
ResponderEliminarDesconocía ese dato, muchas gracias.
ResponderEliminarUn placer, tengo 71 años y desde los 2 pasé veranos, semanas santas y, fines de semana en el pueblo, tengo casa heredada de mi abuelo que era de ahí, desciendo de una familia muy conocida emparentada con los propietarios de Las Terrazas entre otros muchos. Un saludo.
EliminarMuy interesante todo lo que nos cuentas,, si quieres plasmar tus vivencias, o compartir con nosotros tus fotografías antiguas nos las puedes enviar a:sotillodiario@gmail.com para su publicación.
EliminarSerá un placer para nosotros.
Un saludo