martes, 28 de abril de 2020

#OPINIÓN POR MANUEL PÉREZ PERÁLVAREZ

Me pongo a escribir con una firme convicción, la importancia de que seamos los hombres los que, de una vez por todas, rompamos lanzas y apoyemos a la mujer ante la lacra de la violencia de género. Utema de esta magnitud necesita de la implicación de toda la sociedad, no es algo que pase a la mujer y sea solo ella quien haya de implicarse y solucionarlo. Conozco, de primera mano, un caso desgarrador.

Una mujer que ha padecido durante 30 años, la mayor parte de su vida, un acoso continuo y diario a su dignidad e integridad física. Tiene nombre y apellidos pero podría llamarse también Luisa, Pepa, María, o apellidarse López, García o Gómez. Resaltar que ha sido valiente, ha denunciado, está dispuesta a asumir una nueva etapa, aunque no la esperaba tan llena de complicaciones. A lo pasado será la Justicia la que deba poner nombre, lo peor, en presente y futuro, está por llegar. Las secuelas no se borrarán de un día para otro, tan es así que es ahora cuando ha adquirido plena conciencia de dónde estaba. La degradación sicológica que suponen años y años de anulación, casi total, deja secuelas difíciles de subsanar. Tendrá que aprender a vivir de nuevo, que pena tener que aprender a vivir a los cuarenta y tantos, con el hándicap de tres décadas perdidas; en su caso, como en todos, no será nada fácil, de por si la vida no es un camino de rosas. Es cuando se toma conciencia de lo que nunca debió pasar, cuando afloran los peores pensamientos, entre ellos el de auto culparse. Esta culpa propia, casi grabada a fuego en su mente, y en miles de mentes más, es un lastre muy difícil de tirar por la borda de un barco invisible pero real. En el tema de la culpa tiene que ver, y mucho, una educación donde lo religioso ha hecho un daño irreparable y lo social en nada ha ayudado. Esta persona no tuvo jamás salario, el marido ya procuraba traer el jornal a casa para que ella no saliese al mundo, para que se convirtiese en madre de sus hijos, empleada del hogar y mera hembra para sus desahogos sexuales, esas violaciones continuas aún llegando a casa de vuelta de entre las piernas de otras féminas. Esta señora no tuvo jamás posibilidad siquiera a elegir el color de una pared o la lavadora, esa máquina que ella, y solo ella, debía utilizar a diario. Disponía del dinero justo para que no faltase puntualmente la comida. Jamás fue sola a comprarse ropa, como anécdota decir que hasta la íntima era de mercadillo y con la indicación de que fuese recatada por parte del padre de sus hijos. Hasta el menú de navidad era comprado y elegido por el “grácil” esposo. Para que de verdad se pueda entender hasta donde llega la descomposición mental vía tortura diaria, y no es anecdótico, jamás disfrutó del sexo, el sexo era para satisfacción del macho, exteriorizar el placer de los orgasmos era de prostitutas. Y no, créanme, no era familia en la indigencia o con pocas posibilidades. Ese hombre que mantenía en la caverna a su sierva y hembra, era esa la consideración, manejaba, y maneja, cientos de miles de euros.  Pues bien, al final del viaje, que para ella es el principio, este ser humano no tiene siquiera para llegar a fin de mes hasta que un Juez le de algo, ni siquiera los 150 euros que un juzgado decretó debía dar al hijo menor hasta que se resuelva el divorcio. Esta mujer, queridos lectores, es real, existe, tienen nombre y apellidos. Vive en un lugar de la España rural, la Vaciada, de esa España que también es capaz de salir enarbolando banderas para defender la unidad patria y que se queda inmóvil a la hora de defender la dignidad humana. Y como bien dijo Hegel, la Patria es la tierra de nuestros progenitores, así que no hay patria más sagrada que el vientre materno, el de las mujeres que nos parieron a todos, incluidos aquellos que quizá no debieron concebirse nunca por mera salud social. Quizá no tuvo vida pero sí tiene derecho a vivir una, la que le quede; quizá no como quisiera pero al menos sí como merece. Como ciudadanos debiéramos ayudarla, a ella y a cientos más. Lo curioso es que cuando esas mujeres, también algún hombre no se puede negar, necesitan de nuestro apoyo y comprensión se encuentran con una sociedad muy liberal de boquilla y tremendamente machista en las esencias. Y lo que más me enerva en este caso no es que un ser despreciable, abominable y miserable sea capaz de haber hecho lo que ha hecho durante tres décadas, es que esta hiena, no se me ocurre mejor calificativo con perdón de las hienas, mantuvo otra pareja en paralelo durante años con la cual se comporta como un dócil borreguito. La persona de la que hablamos quizá tenga suerte y al menos económicamente quede en condiciones de vida digna; pero cuantas y cuantas féminas como ella no correrán tal dicha y se queden en una indigencia casi total o en una situación de asfixia material límite. Pues bien, a éste energúmeno, y a cuantos como éste existan, decirles que la dignidad humana conduce a resolver una relación vía divorcio y no a maltratar a una persona por tu condición de machito de lodazal. A la maltratada, y a cuantas personas como ella haya, darles desde aquí aliento, en su fuerza estará el final de esta batalla. Las administraciones están ahí, sí, pero no tienen medios humanos y económicos como para siquiera abordar el problema. Nada hacemos porque esto cambie, podemos discutir hasta la saciedad pero en el fondo sabemos que es así. Sí hay algo que como sociedad podemos hacer, algo tremendamente efectivo, dar la espalda a quienes se creen superiores por cuestión de genitales. Aislar socialmente a los maltratadores puede ser un paso fundamental para avanzar en la solución. Quien sabe, lo mismo conseguimos algún día cambiar.

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